LA ESCARLATINA

Villa Bruselas, Linares Rivas. Años: 50. Foto: Martí.

Mis dos hermanas confinadas en su habitación a causa de la escarlatina, enfermedad de simpático nombre, pero contagiosa, les obligaba al aislamiento. Desde la puerta me despedía en mi salida a los jardines con una perversa sonrisa. “¡Pasadlo bien!”

En el encierro con ayuda de las muñecas: “Rosa María y Cayetana” iban pasando el tiempo. Debía ser mucho el aburrimiento cuando una de ellas amenazó con romper una pierna a su muñeca. “¡No te atreves!”, “¡Sí!”, “¡No!”. Pierna rota.

La de pierna descoyuntada fue “Rosa María” era muñeca de pelo castaño, fea como todas.

 Una vez repuestas de su enfermedad nos encaminamos a la clínica de muñecas en Linares Rivas.  Lugar siniestro, de  enigmático nombre “Villa Bruselas”. Se encargaban de solucionar los desperfectos de las muñecas. Atendía a la clientela una señora mayor, despeinada, con más que arrugas en su cara. El no haber leído aún las Brujas de Roald Dahl y la ausencia de guantes en sus manos hacía que no saliera corriendo de aquel lugar.

El anaquel con las muñecas, las cajas donde se amontonaban cabezas separadas de tronco, piernas y brazos independientes apilándose sobre el mostrador traían a la memoria la visita hecha a un santuario mariano con la exposición de los exvotos.

Las muñecas no me gustaban, me producían intranquilidad. Sobresalía la Cayetana, nombre en honor a la duquesa de Alba, con sus ojos abriéndose y cerrando, movimiento de pestañas, andares articulados al mover el tronco, uñas pintadas… no le faltaba nada.

Mi hermana mayor tenía la “Negrita”. Turbante rojo y blanco, simpática. Mi hermana iba a un colegio de monjas, tal vez por influencia de las misiones se empeño que quería una negrita de muñeca.

En aquellos años en Coruña no había ningún negro. El último había sido el “negro de las corbatas” vendedor ambulante por los Cantones y el conocido como “negro de la refinería” aún no había llegado a la ciudad. Lo más parecido era las huchas de las  misiones con raja en la cabeza. Así que cuando mi hermana paseaba con el cochecito y la negrita dentro era bastante novedad.

El mundo de la muñeca se tomaba en mi casa bastante en serio. El día de Reyes se celebraba por la tarde el bautizo para las recién llegadas. Mis indios y vaqueros no tenían categoría para la cristianización, tocándome hacer de cura me metían dentro de un vestido negro de mi abuela  con sombrero también negro para hacer la función de teja.

En cierta ocasión cuando estábamos en plena celebración del bautismo llamaron a la puerta. Era un auténtico cura, con sotana, teja y coronilla, que venía de visita. Nuestra madre con buen criterio mandó que guardásemos todo liberándome del vestido negro de la abuela. “¡No vaya ser que le parezca mal!”

Lo peor era cuando mis hermanas querían jugar a las visitas. Preparaban a las muñecas, ordenaban la cocinita… y a mí me volvían a travestir con vestido rojo de mi tía y un sombrerito con plumas que mi madre había llevado a una boda muy fina.

La verdad, aceptaba el vestidito, las plumas y el sombrerito pero lo insufrible era aguantar a mis hermanas en la representación hablando de que si los hijos comían, tenían fiebre o si el marido se iba de viaje. Siempre me prometían jugar después a lo mío: futbolín, fuerte, indios y vaqueros.

Al final de la tarde no pude más. Con el vestido rojo remangado,  el sombrerito ladeado y flores aplastadas grité: “¡yo quiero jugar con mis indios!” “¡Me voy!”

4 opiniones en “LA ESCARLATINA”

  1. Genial. Me encanta cómo relatas. Enhorabuena y gracias por permitirnos disfrutar con tus lecturas. Deberías recoplilar estos textos y publicarlos. Serían un éxito rotundo.

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  2. Muchas gracias por tu relato, no conocía la existencia de Villa Bruselas, para una loca enamorada de las muñecas me encanta encontrar este tipo de anécdotas y recuerdos de mi ciudad.
    Me uno al comentario anterior, aquí tienes otra que espera con ansia ese libro .

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