Ahedo del Butrón, Burgos. Desde la carretera CL.629 de Villarcayo a Burgos remontado el puerto de La Mazorra nos desviamos por BU-V-5143. Pasado Dobro a un kilómetro a la derecha encontraremos una estrecha carretera que nos llevará a Ahedo.
La carretera es serpenteante. Desciende protegida por roblizos encajonándose entre picachos que animan a lo que se avecina. Se llega a Ahedo viendo a la izquierda las eras redondas, enmarcadas en muritos de piedra perfectamente conservados. De aquí sale un camino para llegar a Tudanca en una pequeña caminata muy recomendable.
Las primeras veces que fui a Ahedo lo hice acompañando a mi tío en su venta ambulante con la “pachanga”. Fue una experiencia inolvidable. Llegar al pueblo, tocar la bocina y empezar a salir mujeres que iban arremolinándose alrededor de mi tío al mismo tiempo que éste sufría una transformación apareciendo una persona para mi desconocida. Qué labia, qué desparpajo, como convencía que las chaquetas, blusas, faldas… eran lo más bonito, barato y les quedaba «que ni pintado». Era serio, no admitía regateos, el fiado sí. “A ver si hoy cobro algo de lo que me deben” me comentaba cuando nos acercábamos al pueblo.
De vuelta a casa me hacía prometer que todo lo visto era secreto, quedaba entre los dos.
Todos los años volvía alguna vez desde Dobro donde pasaba los veranos. Muchas veces andando, otras en burro por el camino del rincón. Nos deteníamos en el trayecto a recoger manzanillas, avellanas, endrinas… siempre disfruté de este pueblo bonito y acogedor.
Ahedo cogió más categoría cuando descubrí un relato de Miguel Delibes “El Calvario de Ahedo” en “Castilla habla”. En él aparecen personas conocidas y queridas como Rafa, Toribio, Almudena o Victoria la mujer de Luis, el molinero de Dobro.
Habla Delibes de los “pasos” que se celebraban en Viernes Santo, en que un vecino, Ciriaco, recorre las callejuelas del pueblo con la cruz a cuestas mientras recibe los latigazos de los vecinos en una representación de la Pasión.
Fui una vez y desde luego el espectáculo era interesante pero duro. En aquella ocasión había nevado, hacía un frío tremendo y vi al pobre Ciriaco arrastrar descalzo la pesada cruz recibiendo los latigazos que aunque iban a la cruz siempre se escapaba alguno. Al final del recorrido fuimos todos a casa de Ciriaco donde las mujeres habían preparado unas alubias para reponer las fuerzas. Todos, vecinos y agregados compartimos alubias y charla.
Vuelvo siempre que puedo a Ahedo, paseando por las tortuosas callejuelas me vienen estos recuerdos llenándome de alegría contemplar que las casas, puertas, balcones y el viejo pilón frente a la iglesia permanecen inalterables al paso del tiempo.
“El Calvario de Ahedo” de Miguel Delibes se publicó también en La Vanguardia y en ABC.