Las divertidas y emocionantes aventuras que se correrían durante el verano había que currárselas los primeros días de agosto. La obtención de un buen tirabeque era lo que uno tenía que agenciarse con prontitud para entrar en la pandilla. La manera de conseguirlo era hacerlo, no se vendían en las jugueterías. Así que desde el primer día se ponía uno a la faena.
Encontrar la rama adecuada de un árbol para fabricar la horquilla era el primer paso. Requería buena vista, la elección no era fácil, no toda rama servía. Calcular la separación, el grosor, todo tenía que guardar una proporción y equilibrio para que el resultado fuera adecuado a la función. Una buena horquilla era importante para conseguir puntería.
Elegida la rama había que cortarla con la navaja. Hacer las hendiduras donde se alojarían las gomas, llevaba su tiempo. Las gomas se obtenían haciendo tiras una cámara de bicicleta mil veces parcheada que así daba un último servicio. La badana donde se alojaría la piedra de la lengua de una vieja bota. Era un trabajo de búsqueda, de cálculo, de elección, la tarea requería concentración, dedicación minuciosa.
La pandilla recorría el pueblo buscando un punto donde proyectar las piedras siempre pequeñas: una lata tirada en la calle, una teja vieja caída de un tejado, las campanas de la iglesia, la ventana de una casa deshabitada que se ponía por el medio, algún gato despistado y a veces íbamos a los pájaros. Éramos muy malvados.
Armábamos con frecuencia torres formadas por botes, botijos viejos rajados a los que atinábamos alejándonos cada vez más. Dedicábamos parte de las tardes, era divertido.
Cerca de la casa de mi abuela había un viejo patio con una ventana protegida por una tela metálica, muy tupida, a la que era difícil atravesar por los diminutos agujeritos y las piedras pequeñas que pasaban, llegaban sin fuerza para conseguir la misión pretendida. La ventana me llamaba siempre que pasaba a su lado, me atraía provocadoramente con su seguridad desafiante. Un día encontré un clavo gordo adecuado para mis intenciones, lo guardé y de regreso a casa, en soledad, intenté atravesar la malla. ¡A la primera!
Te acercaste a nosotros, me clavaste la mirada diciendo muy serio: “El cristal del patio lo habéis roto con los tirabeques, os voy a arrancar las orejas”. “No, nosotros solo tiramos a los botes y a algún pájaro”. “¡Buenos pájaros sois, a correr, no os quiero ver!
¿Por qué al hablar me mirabas a mí? ¿Qué intuías en mi cara, en mi mirada avergonzada? Yo era bueno, era un niño de ciudad educado, incapaz de hacer aquello.
¡Qué bien nos llevamos después! En tu bar bebíamos sidra, comíamos cacahuetes, jugábamos a las cartas, al futbolín, nos arreglabas los pinchazos de las ruedas de las bicicletas. Siempre atento, tuve confianza contigo, pero nunca te lo dije. Ya no le daba importancia. No recordaba el escalofrío que recorrió todo mi cuerpo cuando te acercaste aquel día al grupo.
Hoy viendo esta ventana con su cristal roto pienso en la de pequeñas historias que hay pegadas a las piedras, a las puertas lamidas por la nieve, a las viejas ventanas desvencijadas por el viento, a los caminos con sus surcos hechos de lluvia. Nos hablan continuamente, trayéndonos en murmullo los recuerdos.