EL MONTE DE PIEDAD DERRIBADO

 

La entrada la ilustro con cuatro fotos en la que se puede comparar el ayer y hoy de esta parte de San Andrés.

Solo decir que el antiguo edificio de la Caja de Ahorros se inaugura en 1934, siendo obra del arquitecto Eduardo Rodríguez Losada. Se tira en 1969.

La otra foto desde Mantelería a Rúa Nueva también es reflejo de una época.

 

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COMIENZOS DE LOS CINCUENTA.

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EN LA ACTUALIDAD

 

 

 

EL PARROTE: CÁRCEL REAL

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La  cárcel está en funcionamiento desde 1760 hasta 1929. Se construye al mismo tiempo que el Palacio de Capitanía, teniendo muchos problemas de financiación se recurre al impuesto sobre la sal y cuando se termina se establece un arbitrio sobre el vino. Aún así el arquitecto no cobra hasta ocho años más tarde.

Dicen las crónicas que podía haber hasta trescientos prisioneros entre hombres y mujeres. Había varias estancias: dos enfermerías, salas para presos distinguidos, Sala de Tormentos, la correspondiente capilla donde los que iban a ser ajusticiados aguardaban dos días. La ejecución se realizaba en la Praza da Forca, hoy Campo da Leña.

Javier Alvajar cuenta en “La Coruña de mi niñez”: “El primer recuerdo que me causó una gran y por qué no decirlo, desagradable impresión, fueron los soldados que hacían guardia en el puente que, atravesando la calle, iba desde la Cárcel Vieja a la Audiencia, que , en aquel tiempo, estaba en el ala derecha de la Capitanía General.

Además, en la parte de atrás de la Cárcel, había cuatro ventanas con unas enormes rejas de hierro que en las mareas altas quedaban sumergidas, lo que nos hacía pensar, en nuestra imaginación infantil, que los presos debían pasarlo muy mal. Esa debía de ser también la opinión de las autoridades, que no se atrevían a meter a los presos políticos en semejante sitio. En efecto en aquellos tiempos a los presos políticos los encerraban en el Castillo de San Antón”

Durante su funcionamiento convivían en la ciudad otras cárceles más pequeñas como la que había en la calle de Herrerías que estuvo en funcionamiento desde comienzos del siglos XV hasta finales del XIX, la cárcel de mujeres, en la calle de La Galera, de ahí su nombre, cerca del callejón de Canuto Berea que se cierra también a finales del XIX, el convento de San Francisco del 1834 al 1879, el castillo de San Antón, para políticos y militares.

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Las condiciones llegaron a ser tan denigrantes  que se tira en 1929 y se pasa a usar la nueva enfrente de la Torre de Hércules, otras vistas al mar.

El solar no es utilizado hasta 1941 cuando un joven nadador coruñés, Armando Casteleiro, consigue que el Ayuntamiento le de permiso para construir una piscina en su lugar, la primera en toda la ciudad, naciendo La Solana. “Siempre pensé que el Sr. Casteleiro se había hecho con este solar por los servicios prestados al “glorioso movimiento”. Dice Alvajar en su publicación ya citada.

Se junta en este proyecto con Aureliano Ruenes, un hombre hecho a sí mismo que hoy llamaríamos emprendedor. Emigrante con doce años a Argentina vuelve a Galicia y reinvierte en numerosas empresas entre las que están Almacenes de coloniales, Chocolate Expréss, distribución de medicamentos hasta llegar a ser presidente del Deportivo en dos ocasiones y Santiago Rey Pedreira, arquitecto municipal entre 1930 y 1954, que hace el proyecto del Hotel Finisterre. También construye el mercado de San Agustín, Estadio de Riazor, edificio Torres y Saez, Torre Coruña y el Palacio de los deportes.

En la sociedad se mete el Banco Pastor y se construye, en 1948, el Hotel Finisterre y ya en 1965 desaparece la playa del Parrote rellenándose con las nuevas instalaciones de La Solana. La transformación de espacio público en una explotación privada está concluida.

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DEMOLICION DE LA CARCEL 1929
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1964

ESTADO ACTUAL

Las fotos antiguas han sido descargadas de: Coruña onte e hoxe.

LA LLAVE

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Muy de mañana habían empezado la mudanza. El aparador, la mesa, las sillas; el vasar, la vajilla; los somieres metálicos, los colchones de borra y lana; las ropas de cama, algún mantel procedente del ajuar heredado de la abuela; fotos familiares, retratos de santos, vírgenes. No llevaban el escañil, los aguamaniles de los dormitorios no cabían en el nuevo hogar o no se necesitaban pues allí había agua en la casa. Todo en hatillos iba depositándose  ordenadamente en la vieja camioneta del panadero, con pulcritud, con cariño y respeto como no queriendo molestar a los objetos en el traslado. Cuando todo estuvo dispuesto, el hombre cerró el portalón de la casa con la gran llave de hierro. La apretó fuertemente en una mano y exhalando un profundo suspiro la entregó a su mujer. “Guarda esto”.

Días antes había llegado a un acuerdo con su amigo, el panadero, en la venta del pequeño rebaño de ovejas y las gallinas; con el burro y la pareja de bueyes se había quedado otro vecino; las tierras en arriendo repartidas entre varios. No quería desprenderse de ellas, nunca se sabe las vueltas que da la vida. Eran un pequeño seguro, como lo era la casa que abandonaban.

Una vida de esperanza, de mejora para todos ellos iba a empezar. Todo había sido pensado y repensado en largas noches de insomnio.  Se iban por los cuatro hijos. El pueblo no daba muchas expectativas; había que intentar ir a la gran ciudad industrial donde otros antes que ellos habían ido escapando de un mundo cerrado al progreso, un mundo duro, un mundo de rigores, de pedriscos inoportunos que arruinaban el trabajo de un año, dejando la necesidad.

Llegaron ya de atardecida, todo lo cubría una densa niebla. La nueva vivienda estaba en un edificio de cinco plantas, al lado otro, otro y otro. Todos juntos, en una calle sin urbanizar, con una bombilla cada largo trecho, con restos de escombros. “Que oscuro está todo” comentó un hijo.

Con la luz del nuevo día el hombre salió a buscar trabajo, conocía a antiguos vecinos que le ayudaron. A la semana estaba trabajando. Cambió el arado, la azada, el dalle por la esponja y la gamuza; cambió el trabajo de la tierra por el lavado de coches y escaparates de comercios del centro. Con el tiempo los siguió cambiando por la paleta y el andamio.

La mujer también encontró trabajo. Cambió el trabajo de la casa, el ordeño de las ovejas, el llevar la comida a su marido en el burro cuando trabajaba en tierras alejadas por la limpieza de portales y de otros hogares.

Pasaron los años. Nunca hubo la oportunidad de hacer una visita al pueblo. El trabajo era continuo, no había descanso. La hipoteca del piso, los estudios de los hijos hacían del trabajo una continua necesidad.

Recibieron una carta del amigo, el panadero, que les comunicaban que los postigos de las ventanas se deshacían, que había cristales rotos, que habían entrado una noche de nevada unos gitanos a guarecerse en su casa. El hombre contestó sin consultar a nadie que tapiase todo: puerta y ventanas.

Aquello le sumió durante mucho tiempo en una profunda tristeza. Permanecía horas con la mirada perdida. Durante las noches, cuando todos dormían, acudía a la vieja cómoda, cogía la llave de hierro, apretándola dentro de su mano recordaba tiempos pasados.

El panadero al recibir la carta se puso a la tarea. Arrancó los restos de cristales y maderas de cuartillos y postigos tapiando todas las viejas ventanas. La puerta fue lo  último en ser cegado. Al panadero mientras iba poniendo piedra a piedra la pared que cerraría la puerta le iba llegando el recuerdo de aquella mujer que zurcía por las tardes al sol sentada en una pequeña silla las camisas, pantalones, faldas. También recordaba las chácharas compartidas con su amigo y la picadura fumada en las noches del verano a la fresca, cuando el sol se había puesto y se tenía un tiempo de descanso antes de retirarse al cuarto.

Cuando el panadero puso la última piedra que cerraba la casa, en su interior se hizo la completa oscuridad. La negrura y el silencio lo envolvieron todo. Y es cuándo empezaron a surgir de los rincones de la casa olores a fruta madura, a requesón recién hecho; surgieron los sonidos de la dulzaina en las fiestas, las pandereta, los villancicos y el rasca rasca de la botella de anís, de los truenos de las tormentas de verano; la imagen de los abuelos en la foto del salón, el crucifijo olvidado encima del lecho conyugal testigo de noches de amor, de confidencias, de descanso; de los platos de tanganillo, de cordero al horno, de los besugos de navidad. Todo fue surgiendo mientras el aire de la casa se iba haciendo cada vez más denso, quedándose quieto junto a la oscuridad.

“No te olvides la llave”  le dijo su madre. “A ver cómo encontráis todo”, “qué lástima que estas piernas ya no puedan caminar”.

Llegaron a media mañana con el cuatro por cuatro, aparcaron al lado de la iglesia. “Vamos Aitor, Ainhoa dejad la tablet ya llegamos, vamos a casa de los abuelos”. “Tomad la llave”.

“¡Papá! ¿Dónde está la puerta?”Dijeron al llegar junto a la casa.

“Aquí” dijo el padre señalando la puerta tapiada.

“Papá, pero por aquí no podemos entrar”, “¿para qué queremos la llave?” ¿Qué hay dentro?

El padre miró la puerta tapiada, las ventanas cegadas y acertó a decir en un murmullo: “Dentro están los recuerdos.”