Muy de mañana habían empezado la mudanza. El aparador, la mesa, las sillas; el vasar, la vajilla; los somieres metálicos, los colchones de borra y lana; las ropas de cama, algún mantel procedente del ajuar heredado de la abuela; fotos familiares, retratos de santos, vírgenes. No llevaban el escañil, los aguamaniles de los dormitorios no cabían en el nuevo hogar o no se necesitaban pues allí había agua en la casa. Todo en hatillos iba depositándose ordenadamente en la vieja camioneta del panadero, con pulcritud, con cariño y respeto como no queriendo molestar a los objetos en el traslado. Cuando todo estuvo dispuesto, el hombre cerró el portalón de la casa con la gran llave de hierro. La apretó fuertemente en una mano y exhalando un profundo suspiro la entregó a su mujer. “Guarda esto”.
Días antes había llegado a un acuerdo con su amigo, el panadero, en la venta del pequeño rebaño de ovejas y las gallinas; con el burro y la pareja de bueyes se había quedado otro vecino; las tierras en arriendo repartidas entre varios. No quería desprenderse de ellas, nunca se sabe las vueltas que da la vida. Eran un pequeño seguro, como lo era la casa que abandonaban.
Una vida de esperanza, de mejora para todos ellos iba a empezar. Todo había sido pensado y repensado en largas noches de insomnio. Se iban por los cuatro hijos. El pueblo no daba muchas expectativas; había que intentar ir a la gran ciudad industrial donde otros antes que ellos habían ido escapando de un mundo cerrado al progreso, un mundo duro, un mundo de rigores, de pedriscos inoportunos que arruinaban el trabajo de un año, dejando la necesidad.
Llegaron ya de atardecida, todo lo cubría una densa niebla. La nueva vivienda estaba en un edificio de cinco plantas, al lado otro, otro y otro. Todos juntos, en una calle sin urbanizar, con una bombilla cada largo trecho, con restos de escombros. “Que oscuro está todo” comentó un hijo.
Con la luz del nuevo día el hombre salió a buscar trabajo, conocía a antiguos vecinos que le ayudaron. A la semana estaba trabajando. Cambió el arado, la azada, el dalle por la esponja y la gamuza; cambió el trabajo de la tierra por el lavado de coches y escaparates de comercios del centro. Con el tiempo los siguió cambiando por la paleta y el andamio.
La mujer también encontró trabajo. Cambió el trabajo de la casa, el ordeño de las ovejas, el llevar la comida a su marido en el burro cuando trabajaba en tierras alejadas por la limpieza de portales y de otros hogares.
Pasaron los años. Nunca hubo la oportunidad de hacer una visita al pueblo. El trabajo era continuo, no había descanso. La hipoteca del piso, los estudios de los hijos hacían del trabajo una continua necesidad.
Recibieron una carta del amigo, el panadero, que les comunicaban que los postigos de las ventanas se deshacían, que había cristales rotos, que habían entrado una noche de nevada unos gitanos a guarecerse en su casa. El hombre contestó sin consultar a nadie que tapiase todo: puerta y ventanas.
Aquello le sumió durante mucho tiempo en una profunda tristeza. Permanecía horas con la mirada perdida. Durante las noches, cuando todos dormían, acudía a la vieja cómoda, cogía la llave de hierro, apretándola dentro de su mano recordaba tiempos pasados.
El panadero al recibir la carta se puso a la tarea. Arrancó los restos de cristales y maderas de cuartillos y postigos tapiando todas las viejas ventanas. La puerta fue lo último en ser cegado. Al panadero mientras iba poniendo piedra a piedra la pared que cerraría la puerta le iba llegando el recuerdo de aquella mujer que zurcía por las tardes al sol sentada en una pequeña silla las camisas, pantalones, faldas. También recordaba las chácharas compartidas con su amigo y la picadura fumada en las noches del verano a la fresca, cuando el sol se había puesto y se tenía un tiempo de descanso antes de retirarse al cuarto.
Cuando el panadero puso la última piedra que cerraba la casa, en su interior se hizo la completa oscuridad. La negrura y el silencio lo envolvieron todo. Y es cuándo empezaron a surgir de los rincones de la casa olores a fruta madura, a requesón recién hecho; surgieron los sonidos de la dulzaina en las fiestas, las pandereta, los villancicos y el rasca rasca de la botella de anís, de los truenos de las tormentas de verano; la imagen de los abuelos en la foto del salón, el crucifijo olvidado encima del lecho conyugal testigo de noches de amor, de confidencias, de descanso; de los platos de tanganillo, de cordero al horno, de los besugos de navidad. Todo fue surgiendo mientras el aire de la casa se iba haciendo cada vez más denso, quedándose quieto junto a la oscuridad.
“No te olvides la llave” le dijo su madre. “A ver cómo encontráis todo”, “qué lástima que estas piernas ya no puedan caminar”.
Llegaron a media mañana con el cuatro por cuatro, aparcaron al lado de la iglesia. “Vamos Aitor, Ainhoa dejad la tablet ya llegamos, vamos a casa de los abuelos”. “Tomad la llave”.
“¡Papá! ¿Dónde está la puerta?”Dijeron al llegar junto a la casa.
“Aquí” dijo el padre señalando la puerta tapiada.
“Papá, pero por aquí no podemos entrar”, “¿para qué queremos la llave?” ¿Qué hay dentro?
El padre miró la puerta tapiada, las ventanas cegadas y acertó a decir en un murmullo: “Dentro están los recuerdos.”