CANDELARIO, UN PUEBLO QUE PERMANECE

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Candelario (Salamanca). La semana pasada vuelvo a Candelario después de bastantes años y me encuentro con el mismo Candelario. Tan bien conservado, tan cuidado. Pueblo sin agobios de turistas. Enhorabuena.

Hago la entrada al pueblo dejando a la izquierda la ermita del Humilladero.

Enfilo la calle principal, pendiente. Al fondo la sierra aún nevada con sus más de 1.100 metros de altitud. Según se asciende por la estrecha calle empedrada se disfruta a derecha e izquierda con sus casas de planta baja y dos pisos. La puerta con la batipuerta delantera. Todo adaptado a su función, todo conservado, nadie ha osado adulterar dejando su mal gusto.

La planta baja para realizar el trabajo de la matanza, el primer piso para vivienda, y para curar los chorizos y demás productos el desván en el segundo con sus balcones corridos de madera.

La clásica batipuerta para dar luz y protección de animales y de la nieve en los rigores del invierno. Todas están ahí: viejas, desgastadas por los rigores y nuevas. Con respeto. Nadie las ha cambiado por puertas metálicas, por remiendos, por añadir su falta de respeto y exhibirlo públicamente.

De vez en cuando en el caminar por la callejuela aparecen pequeñas placitas con su encanto, con su tranquilidad y sosiego. Calles más pequeñas llegan a la principal, te vas por ellas, por curvas, recovecos pero siempre al lado de casas parecidas, diseñadas para su función.

Bajan por la calle principal las regaderas que traen el agua de la montaña, del deshielo. Conservadas, respetadas. Nos dejan en la retina su función en otros tiempos: ayudar a tener limpias las calles, donde se chamuscaba a los cerdos. Después de la matanza las aguas limpias se encaminaban a las huertas cercanas.

Me voy de Candelario contento, feliz y con mucha envidia.

 

 

¡ GRACIAS TROLE, QUÉ BONITO ERES!

 

 

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FOTO: JAVALINQUIN

Este trolebús iba a Carballo. Cuando la estación que estaba en la esquina de las calles Betanzos y Rosalía de Castro estaba llena lo aparcaban en la calle Francisco Mariño en un lateral del colegio de los hermanos Maristas.

Las lecheras y cestas de mimbre que habían traído por la mañana al mercado: cebollas, grelos, repollos a la espera de ser depositadas en la trasera del trolebús quedaban esparcidas en medio de la calle.

Yo iba sorteando educadamente “disculpe”, “por favor” de camino a la librería Ervelo. “¡Pasa neno!” me gritaban con cariño las mujeres que esperaban la salida del trole.

A Ervelo iba en busca de la libreta del número cuarenta para la clase de latín. El plumín de corona, ¡cuantos esgallados!, hacía tiempo que no lo usaba. En Ervelo era algo más barato que en el Colegio, con lo ahorrado siempre se podían hacer pequeñas inversiones.

La dueña de Ervelo era una amable señora que me atendía muy bien. Tenía una hija casada con Piloto, jefe de estudios del Instituto Masculino del que contaban abundantes sucedidos, auténticas leyendas urbanas.

Cierto día un alumno tuvo que ir a secretaría a hablar con don José María, este era su nombre. En el nerviosismo y despiste al preguntarle el administrativo qué quería, solo acertó a decir muy educadamente que iba a hablar con: don Piloto.

En otra ocasión habiéndose puesto de moda entre los de sexto y preuniversitario tirar de la corbata a los finos que la llevaran, un día mientras se subía por las escaleras en gran pelotón, un alumno vio un trozo de corbata muy llamativa entre salir de la masa que subía.

Agarró el trapito, tiró de él, tiró con más fuerza porque se le resistía y apareció entre aquella muchedumbre la cabeza con la cara desencajada, colorada y gafas a medio caer del ¡Piloto!

Regresando al trolebús que se aparcaba debajo mismo de las aulas, un día en que a un compañero no le salía la demostración de la fórmula de la ecuación de segundo grado, el profesor: el gran ¡Paquete! descompuesto por tanta ignorancia cogió el libro  del pobre muchacho y después de dejarlo caer sobre su cabeza varias veces lo tiró por la ventana a la media vuelta como hacían los toreros con la montera.

El alumno asustado corrió a la ventana viendo aterrorizado que su libro estaba en el techo del trolebús.

Salió poseído del aula con el permiso del profesor (hasta ahora lo real, empieza la leyenda) y cuándo llegó abajo, el trolebús salía hacia Carballo. ¡Pare! ¡Pare! Nada que no paraba. Corriendo, corriendo le siguió por Juan Flórez, menos mal que el trole se salió del tendido y al bajarse el conductor para meter la pértiga en el tendido pudo recuperar el libro después de subir por la escalerilla al techo del trolebús.

Hay versiones que lo complican más, cuentan que cuando el pobre alumno estaba en el techo del trolebús el chofer no percatándose que el niño estaba arriba arrancó y así fue sentado en el techo hasta Carballo.

Decir que al día siguiente nada más entrar en clase se le acercó el profesor y pidiéndole el libro le preguntó la demostración de la fórmula de la ecuación de segundo no sería faltar a la verdad.

Lo primero que hizo mi compañero fue mirar hacia la ventana, ese día llovía y la ventana estaba cerrada.

PAZO DEL MARQUÉS DE ALMEIRAS

PAZO MARQUÉS DE ALMEIRAS

Hace unos meses encontré en internet esta fotografía que después de la sorpresa fue avivando mi recuerdo. Lo primero la visita que hice de muy pequeño a ver el Belén que ponían por Navidad y la escalera doble de piedra que llevaba a la planta superior que a mí me daba la impresión de algo muy importante.

Había en el edificio un comercio que se llamaba la “Cívico Militar” era una cooperativa que en sus instalaciones vendía: comestibles, tejidos… y estaba creo recordar por toda la planta baja.

Construido a mediados del siglo XVIII por el primer marqués de Almeiras, estaba en la esquina entre la calle de san Andrés y Torreiro. En principio se dedicó a residencia, con el tiempo fue utilizado de variadas formas: Gobierno Civil, Diputación y hasta fábrica de sombreros y panadería.

Debía ser en su época el edificio más importante de la ciudad pues tuvieron en el varios festejos: recepción cuando se proclama rey Carlos IV, celebraciones por las victorias de Méndez Nuñez en el Callao y estancia del mariscal Soult tras la batalla de Elviña.

 Pero llegaron los avatares: que si alineamientos, estrechez de calle para el paso del tranvía y lo que en principio, cediendo mucho,  iba a ser un traslado de la fachada a la plaza de Azcárraga que era lo que quería el alcalde Molina (muere en 1958) se convierte  al año siguiente, siendo el nuevo alcalde Peñamaría de Llano, tras la compra del inmueble por una constructora  en esto que vemos abajo.

 

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LLUVIA DE HÉROES

circo americano web de rafael castillejo cedido por xavier masats teixido                                            web de Rafael Castillejo cedido por Xavier Massats

La ciudad despertaba del lluvioso invierno con el colorido de los carteles pegados en las vallas de los solares, en las esquinas de edificios abandonados. Los vivos y alegres colores anunciaban la llegada de los circos, los altavoces de los coches, los programas de mano todo indicaba que el verano estaba allí. Pronto llegaría la vacación, el fin de la rutina y el aburrimiento. Eso percibía aquel niño que se emocionaba mientras iba y volvía cargado con su cartera del colegio. ¡La alegría ya estaba!

Pinito del Oro en Price, los Tonetti del Atlas, el Monumental de los osos blancos, el Puente sobre el río Kwai del circo Americano, estaban de nuevo en la ciudad, volvían con la alegría de lo nuevo, con el color y sonido de una felicidad que ya tocaba con su mirada. Sucesivamente iban montando sus carpas en las explanadas baldías, lugares que con el tiempo se convertirían en plazas con fuentes, estatuas y el correspondiente aparcamiento subterráneo. El olor a los animales, las gentes que estaba en los carromatos, los enanos, las matrículas extrañas de los camiones, idiomas no oídos, todo avivaba la imaginación y el deseo. Sabía que dos circos le iban a caer, que su padre le acompañaría, si había suerte hasta podría ir con algún amigo.

Su cabeza este año empezaba a encaminarse a otros intereses, había algo más emocionante, estaba en la vieja plaza de toros por dónde todos los días pasaba para ir al colegio. ¡La lucha libre! Otros carteles que la anunciaban iban poniéndose al lado, debajo, encima de los de los circos así lo decían: ¡Tupac Amarú el de los dedos eléctricos!, Sotelo, Morlans, Polman… una sucesión de nombres, fotos, todo con el rojo y azul característico.

Una noche logró que su padre lo llevara a ver el espectáculo un poco en contra de la madre, que creía que no era adecuado. Todo iba según el programa: golpes, saltos, llaves, tirabuzones, dobles Nelson, luchadores tirándose sillas… Hasta que en un momento de tensión, un espectador enfervorizado gritó: ¡muérdele un huevo! El niño giró la cabeza para ver a su padre, pensando: “se acabó, no vuelvo”. Encontró su mirada sonriente y cogiéndolo por el brazo le dijo: “no será para tanto”.

Al llegar a casa oyó que comentaba a su madre “si eso ha sido guerra que nunca haya paz”. No fue la última vez que fueron a una velada, el padre hasta se levantaba del asiento dando algún grito de emoción, a la madre no lograron convencerla.

Los héroes de la lucha repartían fotografías dedicadas entre los aficionados. Un compañero del niño, Alvite, tenía una numerosa colección siendo la envidia de la clase.

Cierta bochornosa tarde de primeros de junio mientras don Salustio “cabezón profesor de Formación” hombre desagradable y retorcido, aunque refinado en la apariencia, se dedicaba a instruirlos en el Fuero de los Españoles y en el Imperio hacia Dios, percibió que Alvite se distraía en la contemplación de los héroes. Se dirigió sigilosamente, recreándose en la lentitud de la aproximación, la clase muda, él ausente, ajeno de lo que iba a ocurrir era el pobre Alvite. Cuando estuvo a su lado con suma delicadeza extendió una mano pidiéndole las fotos, las cogió y ante la mirada aterrada de toda la clase, una a una fue desmenuzándolas en múltiples pedazos, los lanzó al aire y mientras los trozos llenaban el suelo señalándolo con el índice dijo: “coja esa porquería, mire como ha dejado todo”.