Candelario (Salamanca). La semana pasada vuelvo a Candelario después de bastantes años y me encuentro con el mismo Candelario. Tan bien conservado, tan cuidado. Pueblo sin agobios de turistas. Enhorabuena.
Hago la entrada al pueblo dejando a la izquierda la ermita del Humilladero.
Enfilo la calle principal, pendiente. Al fondo la sierra aún nevada con sus más de 1.100 metros de altitud. Según se asciende por la estrecha calle empedrada se disfruta a derecha e izquierda con sus casas de planta baja y dos pisos. La puerta con la batipuerta delantera. Todo adaptado a su función, todo conservado, nadie ha osado adulterar dejando su mal gusto.
La planta baja para realizar el trabajo de la matanza, el primer piso para vivienda, y para curar los chorizos y demás productos el desván en el segundo con sus balcones corridos de madera.
La clásica batipuerta para dar luz y protección de animales y de la nieve en los rigores del invierno. Todas están ahí: viejas, desgastadas por los rigores y nuevas. Con respeto. Nadie las ha cambiado por puertas metálicas, por remiendos, por añadir su falta de respeto y exhibirlo públicamente.
De vez en cuando en el caminar por la callejuela aparecen pequeñas placitas con su encanto, con su tranquilidad y sosiego. Calles más pequeñas llegan a la principal, te vas por ellas, por curvas, recovecos pero siempre al lado de casas parecidas, diseñadas para su función.
Bajan por la calle principal las regaderas que traen el agua de la montaña, del deshielo. Conservadas, respetadas. Nos dejan en la retina su función en otros tiempos: ayudar a tener limpias las calles, donde se chamuscaba a los cerdos. Después de la matanza las aguas limpias se encaminaban a las huertas cercanas.
Me voy de Candelario contento, feliz y con mucha envidia.