LA VIRGEN DE LA HOZ

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EL ALMIÑÉ (BURGOS). Desde muy de mañana en casa  todo era movimiento, todo tenía que estar a punto para llegar a misa de doce, el camino era largo hasta la ermita allá en el páramo. Se celebraba el Día de la Hoz.

La romería a la que acudían de los pueblos de los alrededores, cita deseada que se celebraba el dos de julio, servía de devoción a la Virgen y a la vez, de encuentro de las gentes de la comarca, que año tras año se repetía con ilusión.

Las tortillas, besugo en salsa, chorizo, jamón, lomo y queso de oveja para la comida después de la misa, se metía en los capazos cubriéndolo todo con el mantel de cuadros que se pondría en el suelo para que la familia se sentara a su alrededor.

Los capazos iban en las alforjas del burro, distribuyendo el peso para que no se ladease la carga, sin olvidarse de las hogazas, la bota y el botijo que iban arriba.

Yo estaba preocupado, tanto movimiento me emocionaba y avivaba mi intranquilidad por si mi tío se habría olvidado de aparejar el burro. Me acerqué a su casa a recordarlo, fui  a la cuadra donde se encontraba, olvidando que llevaba unas sandalias blancas compradas por mi madre para la ocasión. Las sandalias de un blanco inmaculado cambiaron de color y a mi madre cuando las vio no le gustó nada la transformación.

Una vez colocadas las viandas, las preguntas nerviosas de los mayores sobre si se había metido esto o aquello se oían por la casa. Salimos por los senderos que nos alejaban del pueblo todos juntos: mi abuela en el burro, padres, tíos, hermanas y los primos caminando que éramos jóvenes. Durante el recorrido íbamos juntándonos con otros vecinos y agrupados formábamos un numeroso y alegre grupo.

Se subía primero por un camino que discurría por campos de cereales, con sus lindes arboladas de roblizos y llegado a lo alto, comenzaba el descenso al páramo. Desde muy temprano se empezaba a divisar la ermita, con unas edificaciones adosadas que servían para guardar las ovejas, sola en la inmensidad de tierras amarillentas, secas, con ausencia de vegetación.

 La llegada a la ermita era divertida,  lo que más me gustaba eran los saludos de los burros. El ambiente era un inmenso y ensordecedor rebuzno, parecía que se conocían de otros años y se saludaban con alegría por el reencuentro, algunos se olían el culo, otros los carajones del suelo elevando su hocico al aire y venteando ostensiblemente.

En la campa junto a la ermita cuatro o cinco inmensas nogalas y un par de moreras daban la única sombra de todo el páramo, lo verde que había en aquella inmensidad. Se habían instalado unos chigres para las bebidas, alguna barraca de tiro al blanco y tenderetes para la venta de aperos de labranza y otros productos, no faltaba un acotado para las actuaciones de los bailes regionales.

Cerquita había una fuente a la que se accedía por un pasillo largo, empedrado, que iba descendiendo hasta llegar al agua, que estaba muy fresquita. Seguro que el agua del botijo a mi abuela le parecería que estaba caliente y me encargarían que fuera a renovarla.

La campana de la espadaña empezó a tocar y nos dirigimos a la ermita que ya estaba llena, mi abuela que siempre caminaba despacio aligeró el paso para llegar de primera, refunfuñaba un poco diciendo “siempre tenemos que ser los últimos”, no sé cómo lo logró pero se sentó en el primer banco.

El olor a incienso, las charlas del cura allá en el púlpito sobre la inmensa bondad de la Virgen: que nos quería, nos protegía como a hijos amantísimos, me aburrían bastante. En el medio del sermón descubrí unas pinturas detrás del altar, estaban deterioradas, me sirvieron para fijar la atención en ellas e imaginar monstruos, batallas, estar atento y aparentar que era un niño educado, respetuoso y que sabía estar en los sitios. Otro acontecimiento me llamó la atención pues al cura se le prendieron las puntillas del alba en una punta que debía tener el púlpito y ver como el pobre hombre luchaba siendo incapaz de soltarse, mientras alababa la bondad de la Virgen, me producía diversión. Con tanto tirón la puntilla iba poco a poco rasgándose hasta que finalmente logró zafarse de la presa.

Al salir había cohetes. Corrí mucho en busca de alguna caña, aunque no logré coger ninguna, había otros chicos más habilidosos y con más experiencia. Empezó a sonar la música de Pedro y Santiago, los músicos del Almiñé aparecieron con su dulzaina y su tambor. Cerca otro hombre conocido como Jandro, el pozano, voceaba ofreciendo rifas para un sorteo de garrapiñadas y galletas; le ayudaba en esta venta su hermano Juan. Una vez terminada la venta de las rifas montaron un juego que llamaban El Bote. Era divertido, donde los hombres apostaban a un número y si salía ese en el dado que tiraba Jandro, ganaban dinero. Me pasé un rato entretenido hasta que Jandro vio que se acercaba la Guardia Civil y dio por terminado el juego.

La gente animada bailaba. Para calmar el reseco, los mayores tomaron un vermut, yo una Citrania de limón, yéndonos a continuación a comer.

Mis tías y mi madre extendieron el mantel y distribuyeron todo muy ordenadito. La comida fue animada con voces un poco altas pues el personal estaba contentillo.

Pero el campanil nos recordó que había que volver a la ermita a rezar el rosario. Yo no estaba por la labor pero mi abuela me decía que era el día de la Virgen y que había que ir.

Qué bien hice obedecer a mi abuela, no había otra. En pleno rosario se oyó un tremendo ruido. ¡Qué trueno! Empezó a caer agua, agua y agua. Relámpagos, truenos cada vez más fuertes. El agua empezó a entrar en la ermita. En poco tiempo se inundó y tuvimos que subirnos en los bancos. Al final el rosario resultó divertido, quien me iba a decir a mí que iba a estar encima de los bancos en una iglesia, ¡hasta a mi abuela la ayudé a subirse a uno!

Tanto trueno y relámpago un poco de miedo me daba. Recordaba que poco antes de entrar había visto adosada en la parte trasera de la ermita una lápida con el nombre de un hombre muerto, según me contaron, por un rayo.

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LA HOZ 1956

Cuento todo esto porque el primer sábado de julio, ahora se celebra así, se acerca. El año pasado volví después de muchos años y algo había cambiado.

Quedaba la ermita con su espadaña, su entrada lateral y sus viejas pinturas. También las edificaciones pegadas a la ermita para resguardo de las ovejas, la vieja fuente que dicen ahora que es romana y tiene dos mil años, la lápida en recuerdo de Gregorio Alonso muerto en 1879. También los chigres ambulantes, los tenderetes con las garrapiñadas, otros músicos con el tamboril y  dulzaina y otros bailarines con sus danzas regionales.

No vi burros, ni gente comiendo en el suelo, ni tormenta. Faltaba mi abuela apurando para llegar de primera, el cura no se subió al púlpito, ni yo a comprobar si aún estaba la punta anticlerical. No estaba Pedro con su dulzaina; ni los Pozanos, con sus rifas y su bote.

Lo más recordado, lo más querido había desparecido. ¡Lo qué cambia la vida! Menos mal que permanecían mis bancos.

 

 

 

CALLE HERRERÍAS

ESCUELAS POPULARES GRATUITAS (2)

“Notando en varias ocasiones el abandono en que muchos padres tienes a sus hijos, los cuales vagan por las calles de esta población desamparados y blasfemando con frecuencia del Santo nombre de Dios se despertó en su alma el deseo de poner remedio a este mal social, por medio de la creación de unas Escuelas en que se dé enseñanza católica y alimentos a los niños pobres” Libro de Actas de E.P.G. diciembre 1886.

De esta forma, Don Camilo Rodríguez Losada y Ozores funda la institución «Escuelas Públicas Gratuitas» que mucho ayudó en una ciudad que estaba abandonada en este aspecto: 35000 habitantes y seis centros escolares.

Se la conoció popularmente como “Escuela del Caldo”. A principios del siglo XX se pide ayuda a los Salesianos que con este motivo vienen a la ciudad para iniciar su obra.

El edificio donde se instala había pertenecido a los monjes de Sobrado, en el que tenían una procuraduría para defensa de sus múltiples intereses, como recuerdo de su presencia queda en la fachada una escultura que representa la lactación de San Bernardo.

También nos encontramos entre este edificio y el convento de las Clarisas Descalzas el callejón de San Benito donde en el siglo XVI estaba el portillo de la Herrería.

SAN BERNARDO
SAN BERNARDO

La calle Herrerías es entrañable,  pasear desde la Plazuela de las Bárbaras hasta la calle del Campo de la Estrada es recorrer un trocito de la historia de la ciudad.

La calle tuvo varios nombres: Herrería, del Instituto, de Rodríguez Losada para finalizar como se la conoce hoy: calle Herrerías.

Aquí vivió la heroína de la ciudad María Pita, hubo una cárcel desde comienzos del siglo XVII a finales del XIX y la “Escuela Laica” que según cuenta Javier Alvajar en su libro «La Coruña de mi niñez» impartía clase un tal Señor López del que decían las malas lenguas que era «Catedrático de Blasfemias».

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El colegio  Montel Touzet (hoy Cidade Vella) es una reconstrucción integral del Palacio de los marqueses de Camarasa donde había estado el primer instituto de la ciudad en 1862 antes de pasar a la plaza de Pontevedra en 1889 al nuevo edificio financiado por el matrimonio Modesta Goicuría y Eusebio da Guarda. Del antiguo edificio queda un pequeño escudo en un lateral.

ESCUDO MONTEL TOUZAT
ESCUDO PALACIO MARQUESES DE CAMARASA

Fue anteriormente Escuela de Náutica y Escuela Normal. En los sesenta se convierte en colegio y recibe el nombre actual en homenaje a tres hermanos militares que murieron en el frente luchando con los golpistas.

Preside la entrada al edificio un escudo de la república que debió quedar olvidado de la limpieza de la dictadura. Qué desconsideración para los militares franquistas darles el nombre de un colegio y sufrir el baldón de aguantar un escudo contra el que lucharon.

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FOTO: FRANCISCO PILLADO

 

DON FORTUNATO

Don Fortunato había llegado a aquel pueblo muchos años atrás. Le gustaba salir de caza con su mula, su podenco y su vieja escopeta heredada, decía él, de un tío carlista.

Salía a la perdiz, a la liebre. La codorniz no hacía plato, no valía el cartucho que se empleaba en cobrarla. Don Fortunato vivía en una casa grande de cuatro aguas rodeada de una buena huerta, donde engordaban cebollas, tomates y correteaban media docena de gallinas. Una señora mayor le atendía. Don Fortunato era el cura del pueblo.

Gustaba de pasear leyendo un viejo libro de pastas gastadas. Se acercaba a los campos cercanos al pueblo platicando con los campesinos. En agosto iba por las eras, preocupándose por la calidad del trigo: “es gordo este año”, “está un poco húmedo”. Cogía mientras charlaba con los vecinos algún puñado de grano, lo tentaba, lo acariciaba, dejaba caer por la pequeña abertura de su puño medio cerrado una mínima cantidad en las medias fanegas, quedando siempre algo en su puño, metía la mano con suavidad en el bolsillo de la sotana y se despedía con una bendición.

Los labriegos comentaban con media sonrisa: “ya hay para engordar las gallinas”. La verdad: “sus huevos son gordos y morenos”, decía otro.

En ocasiones tenía que ir a pueblos cercanos a algún funeral que requería por la categoría del difunto más de un cura. Se desplazaba con su mula, acompañado por el podenco y la escopeta por si salía algo al paso.

Entablaba en los pueblos, antes y después de los funerales, animada cháchara. Le requerían a veces para que visitara una casa, para que viera el reloj que atrasaba, adelantaba o daba las campanadas a destiempo.

Don Fortunato tenía una habilidad con las ruedecillas y engranajes que le hacían conocido en toda la comarca. Tomaba las cosas con tranquilidad y a veces tardaba en los arreglos. Faltaba una pieza, había que hacerla y eso llevaba su tiempo. Las entregas se dilataban y más de una vez el vecino iba dejando en el olvido el viejo reloj familiar.

Como habían dejado en el olvido la imagen de la Virgen de las leches, que llevó a restaurar a la capital hacia cerca de cinco años, o aquella noche en que oyendo voces, la Emilia, entre los postigos semicerrados de su cuarto vio como unos hombres sacaban del templo un trozo del retablo de la sacristía, cargándolo en una desvencijada furgoneta. Ella, como mujer prudente se calló, no en vano era la sacristana; pero de todos modos los vecinos se enteraron.

En el camino a los pueblos para ayudar en los funerales solía encontrarse con Benito, un ciego que iba por los pueblos con su burra y el viejo acordeón con el que animaba un poco la vida de los parroquianos, ayudándole a ir ganando para su sustento. El ciego hacía el camino acompañado de algún muchacho, otras solo. La burra conocía los caminos. Cuando clérigo y ciego coincidían en el trayecto hablaban animadamente.

Don Fortunato no desaprovechaba la oportunidad para dar consejos sobre las buenas costumbres. En cierta ocasión después de mucho caminar y hablar, el cura dijo al ciego: “Benito hay rumores que tienes tratos carnales con la Engracia, y eso no está bien, tienes que moderarte” El ciego permaneció callado, no se esperaba aquello. Tosió dos,  tres veces: ”también hay rumores que usted visita mucho a doña Rosario”, escuche don Fortunato lo que le voy a decir: “la oscuridad es muy triste en soledad”

Espoleó ligeramente a su burra que cogiendo un trote ligero fue alejándose del cura

 

 

 

 

DEL HOTEL IDEAL AL CINE AVENIDA

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Año: 1967. Foto: Alberto Martí

Como las fichas de un dominó fueron cayendo empujadas por las deslumbrantes fundaciones las viejas edificaciones del Cantón Grande. Eran casas de balcón en primer piso y dos o tres más con galería. Humildes, sin pretensiones de figurar en afamadas revistas de arquitectura, de esas que regalaban los bancos a clientes con clase. Creo que formaban un bonito conjunto que se puede apreciar en la fotografía.

Desde la esquina con la calle Santa Catalina al tapado cine Avenida todo ha desaparecido en los últimos años.

Hotel Ideal hacía esquina teniendo la entrada por la calle Santa Catalina, hasta que lo tiraron conservaba en el suelo de mármol de la entrada en letras negras “Hotel Londres” su antiguo nombre. En el bajo Café  Galicia, centro de tertulianos a la hora del café, cuantos negocios y cotilleos contarían sus paredes.

Dicen crónicas antiguas que el gran Kubala festejaba sus triunfos sobre el Deportivo agarrado a la barra hasta que un par de compañeros le ayudaban a tomar el camino de la Estación del Norte para coger el Shangái.

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Al lado del café Galicia estaba Simeón, Foto Blanco, primera visita, que hacía un amigo cuando volvía de vacaciones, a ver a la mujer más guapa de Coruña (el lo decía de otra forma) que allí trabajaba. En foto Blanco hice las fotos para mi primer carnet de identidad. Las hacían en el primer piso y se subía por una escalera destartalada que había al fondo del negocio.

Farmacia Vigil, el siguiente, toda la noche abierta siempre amabilidad aunque no hubiera receta del medicamento prescrito en una noche de urgencia por teléfono. Lago y Lago con las primeras televisiones, sus pantallas a la calle reuniendo a todos los parroquianos ante las primeras imágenes televisivas que se veían en la ciudad, Radio City las pilas, las pequeñas reparaciones. Librería Zincke hermanos, una institución en la ciudad, después Librería Arenas.

En Arenas me sucedió un incidente que aún recuerdo. Una mañana en que curioseaba entre los libros sacándolos de la estantería: hojeaba y ojeaba, mirando y midiendo si podría acceder a alguno, se acercó un dependiente y me señalo el camino de la trastienda al fondo del establecimiento: ¡acompañemé1

 ¡Saca el libro!  gritó nada más entrar.

Aparecieron el dueño y otro más, me conminaron amablemente a quitarme el impermeable gris de la época, el jersey y subir la camisa, en busca del libro que creían que había cogido. Nada por aquí, nada por allá.

Aún recuerdo la cara de tontos que les quedó a don Fernando Arenas, librero y editor, y a los dos empleados, tres contra mis dieciséis años, al comprobar que no había nada. Se disculparon: “hoy nos han robado varios libros, comprende”

Salí y no volví a entrar en aquel viejo edificio. Mi consumo de libros, que se iniciaba, se dirigió a otros establecimientos.

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