Muy de mañana llegaba a casa Concha la lechera, traía la leche desde Tabeaio llevándose la lavadura, por los Santos me obsequiaba con un collar de deliciosas castañas. La saludaba con ¡Hola, Concha! Mientras desayunaba un tazón de sopas con leche. Contestaba a mi saludo con su permanente sonrisa, nunca mala cara, el esfuerzo de subir y bajar escaleras no le cambiaban su simpatía.
Medía la leche con un cacillo depositándola en el hervidor que se ponía en la bilbaína para que al hervirla desapareciesen todas las bacterias, había que estar muy atento de que no se fuese con la ebullición derramándose por la cocina ¡Se te ha ido la leche! Al enfriarse sobre la superficie de la leche se formaba una capita de nata que por las tardes encima de una rebanada de pan y abundante azúcar hacían una espectacular merienda.
En otras casas, donde no iba Concha, tenían hasta densímetros para detectar si las lecheras echaban agua de alguna fuente del camino por eso de aumentar las pequeñas ganancias.
Se decía que alguna añadía cierto líquido que no alteraba la densidad aunque si se pasaban daba un reconocible olor. Mi madre, bien pensada, decía que no era posible que hiciesen eso con la leche.
Era una leche con toda su nata a la que se añadía café o cacao, las variedades de entera, semidesnatada, desnatada; de oveja, cabra; sin lactosa, de avena, de soja… no existían
Había lecherías en casi todo los barrios para aquellos que preferían ir a comprarla en vez de llevársela a casa y de paso compraban el pan.
A principio de los sesenta las normas higiénicas obligaron a pasar por las centrales lecheras toda leche para su pasteurización naciendo en Coruña Leyma desapareciendo la venta puerta a puerta. Fue un momento de conflictos, discusiones, al final la higiene se impuso.
Terminando los sesenta conocí otro tipo de lecheras. Eran de color gris, móviles y enrejadas que llegaban a las calles en momentos de ambiente ligeramente alterado por algún grito o canción que no gustaba a las autoridades de la época. Cuando el ambiente se calentaba salían de las lecheras ambulantes unos hombres mal encarados, de aspecto siniestro, que a la señal bajaban el barbuquejo, sacaban larga defensa corriendo hacia los vociferantes repartiendo leche mazada.