Lecheras a domicilio

Muy de mañana llegaba a casa Concha la lechera, traía la leche desde Tabeaio llevándose la lavadura, por los Santos me obsequiaba con un collar de deliciosas castañas. La saludaba con ¡Hola, Concha! Mientras desayunaba un tazón de sopas con leche. Contestaba a mi saludo con su permanente sonrisa, nunca mala cara, el esfuerzo de subir y bajar escaleras no le cambiaban su simpatía.

Medía la leche con un cacillo depositándola en el hervidor que se ponía en la bilbaína para que al hervirla desapareciesen todas las bacterias, había que estar muy atento de que no se fuese con la ebullición derramándose por la cocina ¡Se te ha ido la leche!  Al enfriarse sobre la superficie de la leche se formaba una capita de nata que por las tardes encima de una rebanada de pan y abundante azúcar hacían una espectacular merienda.

En otras casas, donde no iba Concha, tenían hasta densímetros para detectar si las lecheras echaban agua de alguna fuente del camino por eso de aumentar las pequeñas ganancias.

Se decía que alguna añadía cierto líquido que no alteraba la densidad aunque si se pasaban daba un reconocible olor. Mi madre, bien pensada, decía que no era posible que hiciesen eso con la leche.

Era una leche con toda su nata a la que se añadía café o cacao, las variedades de entera, semidesnatada, desnatada; de oveja, cabra; sin lactosa, de avena, de soja… no existían 

Había lecherías en casi todo los barrios para aquellos que preferían ir a comprarla en vez de llevársela a casa y de paso compraban el pan.

A principio de los sesenta las normas higiénicas obligaron  a pasar por las centrales lecheras toda  leche para su pasteurización naciendo en Coruña Leyma  desapareciendo la venta puerta a puerta. Fue un momento de conflictos, discusiones, al final la higiene se impuso.

Terminando los  sesenta conocí otro tipo de lecheras. Eran de color gris, móviles y enrejadas que llegaban a las calles en momentos de ambiente ligeramente alterado por algún grito o canción  que  no gustaba a las autoridades de la época. Cuando el ambiente se calentaba salían de las lecheras ambulantes unos hombres mal encarados, de aspecto siniestro, que a la señal bajaban el barbuquejo, sacaban larga defensa corriendo hacia los vociferantes repartiendo leche mazada.

Lechera en Mieres. Año: 1956
Santiago de Compostela. Año: 1928
Calle de la Franja. Año: 1924. Fuente: Barco alemán Braunschweing
Coruña 1924. Ruth Anderson
Calle de San Andrés
Los Cantones
Lechería Flor de Curtis en calle del Orzán. Año: 1936. Fuente: Albertino
Hervidor de leche
Homenaje a las lecheras. Parroquia de Zamáns

PEQUEÑO DESCANSO

Año: 1926. Foto: Ruht Anderson

Ruht Anderson en su viaje a Galicia entre los años 1924 y 1926 se acerca A Coruña para plasmar en imágenes la vida de sus gentes, el trabajo, el mar, la pesca…

La entrañable foto de la pareja recoge el alto en el trabajo. Cesta de mimbre entre las piernas con las viandas para reponer fuerzas y seguir con los ladrillos que a sus espaldas esperan.

Entre bocado y bocado la charla, las últimas novedades. Juanito, el pequeño, no ha ido a la escuela tiene un constipado, ha comprado unas xardas para la cena, ya pagó a Maruja la cuenta del mes pasado…

En un rato la mujer recogerá todo en la cesta de mimbre y se irá hacia casa a atender de los hijos que habrán regresado de la escuela, hoy no se acercará a ver a su suegra que está mayor y sola. Tiene que atender a Juanito.

La imagen aviva mis recuerdos de finales de los cincuenta en el pueblo castellano donde pasaba los veranos.

Mi tía Ludi metiendo en un capazo el guiso de macaco, un trozo de queso de oveja y media hogaza de pan. Yo esperando en el portal con el burro. Capazo a las alforjas y yo subido al burro.

Hoy el tío está en la Nava, hay media hora de caminata que encima del burro se anda bien. Al llegar nos sale al encuentro el Sol ladrando con alegría.

La tía reparte la comida y comienza la charla. Ha vendido la piel de la oveja de la última adra, para la cena va a preparar unas patatas con unas raspas de bacalao… a mí el pan me parece duro y mi tío le echa un poco de vino de la bota para que reblandezca  comenzando a contar historias de la guerra. Las trincheras de Brunete, los ataques, cuando alertó al teniente de que no estaba en lugar seguro momentos antes de que cayera una granada.  Y yo durante el invierno leyendo Hazañas Bélicas.

Recogido todo, mi tío vuelve a segar con el dalle y mi tía a hacer gavillas.  Mientras, me acerco acompañado del Sol a una cueva que llaman de los Moros, en su interior hay unos cuantos murciélagos, visito al rebaño de las ovejas, charlando con Domingo, el pastor, que sentado a la sombra hace una cuchara de madera. Los mastines ya se encargan de tener alejados a los lobos.

El regreso a casa es mejor que la ida, vuelvo arriba del carro encima de las gavillas de trigo. ¡Qué feliz soy!